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En la cochera de un edificio de un barrio lujoso, un grupo de vecinos discute en torno a un cadáver. En principio sólo los une el azar de compartir la propiedad de sus viviendas en un mismo consorcio. A partir de ahora los une también un cadáver.

 

¿Qué pasó?¿Cómo llegó allí? Las preguntas urgentes quedan relegadas ante un vecindario que aprovecha la oportunidad para llevar a cabo una suerte de reunión de consorcio monstruosa para destapar viejos resquemores. Los diálogos más inverosímiles encuentran sentido en ese contexto bizarro.

 

Con el correr de los diálogos va cobrando forma un micromundo de personalidades heterogéneas, prejuicios, machismos y fobias. Una señora verborrágica, un policía de pocas palabras, una fina chica trans y su hermano torpe, una niña bien con conciencia de clase, un ex rugbier canchero y un astrólogo con delirios místicos dan cuerpo a este pequeño mundo a escala.

 

Los personajes, obligados a convivir, conforman una imagen -¿cómica? ¿trágica?- de una sociedad políticamente incorrecta. La historia avanza entre acusaciones, incomodidades, sospechas cruzadas y amenazas latentes. Todos tienen algo que perder y eso los obliga a participar del juego.

 

Entre los diálogos gana forma una posible respuesta a la incógnita fundamental: ¿Por qué hay un muerto entre ellos? El increscendo de acusaciones, lejos de separarlos, los acerca cada vez más a los lugares comunes de una sociedad desgarrada por una doble moral.

 

“Los vecinos son como la familia, un accidente, y lamentablemente hay que convivir con ellos” reza esta comedia ácida y oscura en la que el espectador espía por la ventana a un grupo de vecinos llevados a los límites de su existencia.

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